Se cumplen 30 años de la inauguración de la colosal sede de la Bastilla de la Ópera de París, levantada por el expresidente François Mitterrand, quien para hacer una ópera "moderna y popular" aceptó romper los esquemas y levantar un edificio que esconde el mayor dispositivo escénico del mundo.
Le encomendó la misión a un desconocido joven arquitecto uruguayo residente en Canadá, Carlos Ott, que en 1983, con 37 años, ganó uno de los concursos de arquitectura más importantes jamás organizado, donde compitieron 756 proyectos.
Las dimensiones de este edificio son abrumadoras por mucho que, vista desde la plaza que presenció el acto fundacional de la Revolución Francesa, el transeúnte pueda dejarse engañar por su silueta minimalista.
"La particularidad de este teatro son sus bastidores, los más grandes del mundo, con 5.000 metros cuadrados de dispositivo escénico", cuenta Patrick González, que dirige las visitas a este teatro lírico desde su apertura.
Este aficionado, de padres españoles, siguió la construcción desde su misma concepción y transmite su pasión por la ópera de Bastilla a los grupos que recibe cada mañana.
"El tamaño de la ópera Garnier (la sede clásica, inaugurada en 1875) no permitía acoger a los numerosos aficionados. Pero la necesidad que primaba era tener un espacio que permitiera organizar producciones diferentes con distribuciones artísticas diferentes", cuenta.
Para practicar esta alternancia, se construyeron alrededor del escenario principal (de 750 metros cuadrados) numerosos escenarios similares que el espectador no ve pero en los que se manipula un gran número de decorados, ya construidos y montados, y se realizan ensayos en paralelo en espacios perfectamente insonorizados.
Algunas técnicas, hasta entonces inéditas, permiten mover decorados de toneladas mediante raíles e incluso trasladarlos al segundo dispositivo escénico, a 26 metros de profundidad, en la planta -6, en un ascensor situado en la escena principal de 400 metros cuadrados.
La gesta se produce cada madrugada al final de la representación: así se hizo con el barco de 14 toneladas que mandó construir Calixto Bieito para "Simon Boccanegra", de Giuseppe Verdi, o los edificios que conforman el espectáculo de "Los Troyanos", de Hector Berlioz, adaptada por Dmitri Tcherniakov.
Solo en ciertas obras, como esta última, el espectador llega a percibir la grandeza del plató: cuando se levanta el telón del escenario y del de su parte trasera y se intuyen sus 1.500 metros cuadrados.
Pese a ocupar tan solo el 5 % del total del edificio, la sala, con 20 metros de alto, 40 de largo y 32 de profundidad, no merece desprecios.
"Fue un objeto de preciosos cuidados para el arquitecto y sus colaboradores. Aquí no hay micrófonos ni amplificadores. La acústica, como debería ser en cualquier ópera, es perfectamente natural", dice González.
Aunque en los años ochenta ya existían teatros capaces de acoger a más de 3.000 espectadores, como el Colón de Buenos Aires o el Lincoln Center de Nueva York, se escogió la opción más favorable para la acústica: 2.745 plazas, la sala más grande de Europa.
El uruguayo se alió con físicos y especialistas en sonido de Francia, con los que apostó por materiales que reflejen el sonido, pues los asientos de terciopelo -o en su defecto las prendas de los asistentes- lo absorben.
Un exquisito granito gris procedente de la Bretaña decora las paredes, mientras la madera de peral, anaranjada, de China, y el acero negro de balcones y asientos recuerdan inevitablemente a los colores de la orquesta.
Los 720 metros cuadrados del techo ondulado de cristal ayudan también a que el sonido reverbere.
Eso sí, la elección del negro en los asientos en lugar del clásico corinto enfureció a Mitterrand, quien pese a los numerosos retrasos en la obra logró estrenar el teatro, como quería, el 13 de julio de 1989, para los festejos del bicentenario de la Revolución. Las remodelaciones tuvieron que seguir algunos meses y la apertura definitiva se hizo en febrero de 1990.
La ópera de la Bastilla ha logrado cumplir con el deseo de sus creadores pues junto a la sede de Garnier acoge anualmente a cerca de dos millones de espectadores.
En sus asientos, todos igualmente cómodos, sin columnas o plazas ciegas que dificulten la visión, y por un precio que va desde los 15 euros hasta los 220 -los mejores sillones en noches de estreno-, la Bastilla presume finalmente de ser un teatro popular.
"Lo difícil no es dar con plazas baratas, sino encontrar un hueco pues siempre está llena", dice González, que susurra un secreto: "Mientras más cerca del techo, mejor el sonido. De ahí que sean las plazas que más rápido se agotan".
EFE/ RA